Karpongya vivía en Gartse, distrito de Tongren, provincia de Qinghai, China. De origen tibetano, decidió protestar contra el régimen chino cuando se llevaba a cabo en Pekín el imponente, monumental y coreográfico XVIII Congreso del Partido Comunista.
Y justo cuando Xi Jinping recibía los miles de aplausos tras pronunciar su discurso como nuevo mandamás del partido —y virtual presidente chino—, Karpongya decidía inmolarse con fuego. Tenía 14 años.
No ha sido el primero: el lunes otros dos tibetanos se suicidaron, también a lo bonzo, por el mismo motivo. En 20 meses han sido 72 personas las que han decidido inmolarse en tierras tibetanas.
Represión religiosa y cultural, denuncian los tibetanos —la mayoría budistas— por parte de China; Pekín aduce, por el contrario, que ha liberado al Tíbet de atavismos y de la pobreza rampante.
Pero, al parecer, Xi tiene cosas más importantes que hacer. Si existió o murió Karpongya poco le debe de afectar. Para Pekín, el tema Tíbet es un caso cerrado.
Y es que Xi gobernará en la próxima década a una China que se transformará —interna y externamente— como no lo hacía desde su revolución comunista.
China será referente obligado. Y en esta década su peso económico, diplomático y militar, se cimentará aun a pesar de los deseos de Occidente —y de la India.
Corrupción (un ejemplo: New York Times reveló que el patrimonio de la familia del primer ministro, Wen Jiabao, es de 2,700 millones de dólares), contaminación, luchas de poder dentro de la (aún) monolítica cúpula, pobreza en suburbios y zonas agrícolas, una sociedad civil que empieza a despabilarse —y una economía que si antes volaba muy alto, hoy tiene visos de una preocupante desaceleración—, son los grandes retos para Xi y para la “dirección colectiva”.
Xi tendrá en su riendas al gran gigante cuyas decisiones afectarán no sólo a más de mil 300 millones almas chinas, sino al mundo entero (eso lo incluye a usted y a mí) y a un Tíbet que merece vivir en paz, crecimiento económico y respeto irrestricto a sus tradiciones.
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