martes, 3 de mayo de 2011

De Tácticas y Estrategias

Irán-Egipto, las diferencias se imponen

Horacio Besson

Envalentonado, el gobierno iraní dice tener motivos para festejar. Por un lado, y durante los primeros diez días del mes, estará celebrando la caída, hace más de tres décadas, de la monarquía de Palhevi a manos de una revuelta popular.

Pero la aparente euforia del régimen iraní no sólo es por su llegada al poder, sino por estar convencido de que los alzamientos en Túnez y Egipto, así como en otros países del mundo árabe, son una especie de fruto de su propia forma de gobernar.

El portavoz de la cancillería iraní, Ramin Mehmanparast, ha calificado a las manifestaciones de la región como “una ola del despertar islámico”.

El presidente del parlamento iraní, Alí Lariyani, asegura que están inspirados “por la revolución islámica”. El ayatolá Alí Jamenei sentencia sin dudar: “El islam será el nuevo eje político de Oriente Medio”. Y el editorial online de la agencia estatal de noticias IRNA no deja duda alguna de lo que piensa el gobierno persa: “La revolución en Irán se repite en Egipto”.

Pero el entusiasmo iraní es más una estrategia de propaganda que una realidad. Hay una serie de circunstancias que resquebrajan el optimismo de Teherán.

La rivalidad histórica, para beneficio de Occidente, entre sunitas (que dominan en Egipto) y chiitas (que gobiernan Irán) hace casi imposible que los musulmanes egipcios se dejen influir por el régimen de Ahmadineyad. No sólo se trata de una fe dividida: una cosa es ser árabe y otra, persa.

Teherán y la región árabe tienen un ya largo historial de tensas relaciones: lo mismo con Egipto —rompió airadamente sus lazos con Anuar el Sadat cuando éste formó la paz con Israel— que con Arabia Saudí, Irak —con la que tuvo una sangrienta y estéril guerra de casi una década en los años de 1980— Bahrein, Jordania y Kuwait.

Mubarak, en el borde del cinismo (o de una senil desesperación) dijo ayer que estaba “harto de ser presidente y que le gustaría dejar el poder ahora, pero no puede por temor a que el país se hunda en el caos”.

Nadie puede asegurar que tras su salida la democracia se instale en el país. El riesgo existe y las palabras de Mubarak podrían convertirse en una dramática premonición sobre la llegada del fundamentalismo al poder.

Pero esto, más que reforzar al régimen teocrático iraní en la región árabe provocaría, a causa de una fuerte rivalidad entre ambos, una erosión de su capacidad de dominio. Aunque eso sí, el antagonismo entre ambos extremismos no impediría que Washington e Israel tuvieran un nuevo enemigo.

http://impreso.milenio.com/node/8906146

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